Cristo vino a esta tierra trayendo un mensaje de misericordia y perdón. Colocó los fundamentos para una religión en la cual judíos y gentiles, negros y blancos, libres y siervos, estuvieran unidos por una hermandad común, reconocidos como iguales a la vista de Dios. El Salvador ama a cada ser humano con un amor ilimitado. Ve capacidad de mejoramiento en cada uno. Con energía y esperanza divina les da la bienvenida a aquellos por quienes ha dado su vida. Con la fuerza de él pueden vivir una vida rica en buenos frutos, llena del poder del Espíritu (Testimonios para la iglesia, t. 7, p. 214).
El Señor Jesús exige que reconozcamos los derechos de cada hombre. Los derechos sociales de los hombres, y sus derechos como cristianos, han de ser tomados en consideración. Todos han de ser tratados con refinamiento y delicadeza, como hijos e hijas de Dios (Reflejemos a Jesús, p. 20).
La religión de Cristo eleva al que la recibe a un nivel superior de pensamiento y acción, al mismo tiempo que presenta a toda la especie humana como igual objeto del amor de Dios, habiendo sido comprada por el sacrificio de su Hijo. A los pies de Jesús, los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes, se encuentran, sin diferencia de casta o de preeminencia mundanal. Todas las distinciones terrenas son olvidadas cuando consideramos a Aquel que traspasaron nuestros pecados. La abnegación, la condescendencia, la compasión infinita de Aquel que está muy ensalzado en el cielo, avergüenzan el orgullo de los hombres, su estima propia y sus castas sociales. La religión pura y sin mácula manifiesta sus principios celestiales al unir a todos los que son santificados por la verdad. Todos se reúnen como almas compradas por sangre, igualmente dependientes de Aquel que las redimió para Dios (Obreros evangélicos, p. 345).
Vanos eran los esfuerzos de Satanás para destruir la iglesia de Cristo por medio de la violencia. La gran lucha en que los discípulos de Jesús entregaban la vida, no cesaba cuando estos fieles portaestandartes caían en su puesto. Triunfaban por su derrota. Los siervos de Dios eran sacrificados, pero su obra seguía siempre adelante. El evangelio cundía más y más, y el número de sus adherentes iba en aumento... Miles de cristianos eran encarcelados y muertos, pero otros los reemplazaban. Y los que sufrían el martirio por su fe quedaban asegurados para Cristo y tenidos por él como conquistadores. Habían peleado la buena batalla y recibirían la corona de gloria cuando Cristo viniese. Los padecimientos unían a los cristianos unos con otros y con su Redentor (El conflicto de los siglos, pp. 39, 40).
No hay comentarios:
Publicar un comentario