domingo, 17 de diciembre de 2017

NOTAS DE ELENA: LA SALVACIÓN DE LOS PECADORES.

La obra para los judíos, tal como se bosqueja en el capítulo once de Romanos, es una obra que debe ser tratada con sabiduría especial. Es una obra que no debe ser pasada por alto. La sabiduría de Dios debe venir a nuestro pueblo. Con toda sabiduría y rectitud debemos despejar el camino del Rey. A los judíos debe dárseles la oportunidad de acudir a la luz (Comentarios de Elena G. de White en Comentario bíblico adventista del séptimo día, t. 6, p. 1078).

Hemos de mostrar que la gracia de Cristo mora en nuestros corazones. Su influencia se manifestará, no importa con quienes estemos, por medio de palabras de la más profunda relevancia, que involucren consecuencias tan perdurables como la eternidad.

En esta etapa de la historia terrenal no podemos debilitar nuestra mutua influencia. La lucha cristiana es reñida y difícil. Tenemos que enfrentamos y combatir con enemigos invisibles, y debemos estar en armonía con los agentes celestiales que están procurando limpiamos de la inclinación a criticar a nuestros hermanos, a emitir juicio sobre ellos. El Señor desea que permanezcamos bajo el yugo de Cristo…

Somos testigos de Cristo. No hablemos entonces de las dificultades ni meditemos en nuestras pruebas, sino acerquémonos al Señor Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe. Contemplándolo, estudiando y hablando de él, nos transformamos a su imagen (Alza tus ojos, p. 237).

La vida de Cristo fue una vida cargada del mensaje divino del amor de Dios, y él anhelaba intensamente impartir este amor a otros en forma abundante. La compasión irradiaba de su rostro, y su conducta se caracterizaba por la gracia y la humildad, el amor y la verdad. Cada miembro de su iglesia militante debe manifestar las mismas cualidades si quiere unirse a la iglesia triunfante. El amor de Cristo es tan amplio, tan pleno de gloria, que en comparación con él todo lo que el hombre estima tan grande se desvanece en la insignificancia. Cuando obtenemos una visión de él, exclamamos: ¡Oh, la profundidad de la riqueza del amor que Dios ha derramado sobre los hombres en el don de su Hijo unigénito!

Cuando buscamos un lenguaje apropiado para describir el amor de Dios, encontramos que las palabras son demasiado débiles, demasiado lejos del tema, soltamos la pluma y exclamamos: “¡No, no se puede describir!” Apenas podemos decir, como dijo el discípulo amado: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Cuando intentamos alguna descripción de ese amor, nos sentimos como infantes que balbucean sus primeras palabras. En silencio podemos adorar; porque el silencio en este asunto es la única elocuencia. Este amor está más allá de la descripción de ningún lenguaje. Es el misterio de Dios en la carne, Dios en Cristo, la divinidad en la humanidad. Cristo se inclinó con una humildad sin paralelo, para que en su exaltación al trono de Dios también pudiera exaltar a aquellos que creen en él a un lugar con él en su trono. Todos los que miran hacia Jesús con fe de que las heridas y laceraciones hechas por el pecado serán sanadas en él, serán sanados (Fundamentals of Christian Education, p. 179; parcialmente en Nuestra elevada vocación, p. 368).

Viernes 15 de diciembre: Para estudiar y meditar
Los hechos de los apóstoles, “De perseguidor a discípulo”, pp. 92-94.

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